Decisiones que pesan... y algunas buenas opciones



Desde que nacemos estamos atrapados en unas circunstancias; según la familia, país y época que nos toquen, nuestra vida puede ser muy distinta. Aún así, otras cartas de la partida, como la salud, energía mental e inteligencia, que en parte determinaran eso que llamamos suerte, pueden equilibrar mucho las anteriores circunstancias. A partir de ahí, ya desde muy jóvenes, una vez desarrollada cierta capacidad de elegir, cómo juguemos las cartas que nos tocaron dependerá de la actitud (que puede ser en parte heredada y en parte aprendida).


El país en el que nacemos, o más bien, en el que terminemos viviendo, determinará gran parte de nuestras circunstancias vitales, pues cada país aplica leyes distintas, diseña un tipo de educación, provee de diferente nivel de cuidados sanitarios, además de facilitar unas condiciones económicas colectivas, que son fruto de una situación y herencia histórica determinadas. Pero también porque normalmente un país se identifica con un idioma, que compartirán un número muy variable de personas, que incluso determinará cierta estructura de pensamiento. Somos conscientes de la importancia de viajar con una divisa fuerte, aceptada más allá de la frontera, así como conocer una lengua de amplia difusión o casi universal (como es el inglés, o el español en otras zonas del mundo).
Quizá sea todo un reto “elegir” el país donde se va a vivir (tal como son las cosas no se puede elegir libremente sin correr grandes riesgos). Sin embargo, sí es relativamente factible tomar la decisión de vivir en una zona u otra del país, o en una u otra ciudad, o como mínimo, cambiar de barrio.
Lo mismo puede decirse de las lenguas, pues si bien no podemos elegir la lengua materna, sí podemos elegir aprender una segunda – y hasta tercera- lengua determinada ( o la podemos “elegir” para nuestros hijos).


Por otra parte, aunque cierta “identidad” pueda suponer algo de ventaja (o desventaja), en general la identidad también implica una limitación. No es lo mismo hablar una lengua porque uno quiere hacerlo por su utilidad para comunicarse con un mayor número de personas, que identificarse con esta lengua (incluso pese a todas sus limitaciones y escasa utilidad fuera de sus exiguas fronteras). No es lo mismo vivir en un país porque te conviene más que otros (o reconocer que es el que te ha tocado) que identificarse con ese país como algo propio. La nacionalidad es una circunstancia puramente casual, por mucho que creamos otra cosa, por lo que entusiasmarse por la “pertenencia” a un país determinado es algo tan poco racional como ser hincha apasionado del equipo de fútbol de tu ciudad, a pesar de que esté siempre pésimamente situado en la clasificación. El sentimiento de patriotismo quizá solo sea un residuo de los primitivos sentimientos de pertenencia al “clan”; en cualquier caso no parece muy útil en cuanto a mejorar la vida de las personas en un mundo tan sumamente inter-dependiente como el actual.
En fin, no estaría escribiendo sobre ésto si no hubiera fronteras o si todos compartiéramos una segunda lengua universal, pero no es el caso -ni lo va a ser en mucho tiempo- porque son temas que implican el consenso de una enorme cantidad de personas, organismos y poderes (además de que eliminarían una poderosa herramienta de control social).

Opción: vivir en un lugar u otro marca una gran diferencia, por tanto, plantea si puedes cambiar algo al respecto en lugar de seguir sufriendo las consecuencias de unas circunstancias adversas.

Opción: aprende una segunda lengua lo más universal que puedas. Si eres bueno para los idiomas, intenta dominar al menos tres o cuatro.

Hay otras muchas cosas sobre las que sí podemos decidir sin tanto problema, porque son decisiones individuales o de pequeños grupos.


El Matrimonio:
La palabra matrimonio, originada en matrimonium, hacía referencia a los derechos adquiridos por la mujer al casarse, al ser reconocida como la madre legítima de los hijos de un hombre, por tanto no habría matrimonio si no hubiera hijos. Esto ya puede dar una idea clara de cual es la finalidad del matrimonio, por si alguno (como yo en su día) no lo tenía claro; no es tener sexo socialmente aceptable (o sin pecar) , ni garantizar nada que no sea una estructura económica estable para el cuidado de la prole, y por extensión a la madre.
Por tanto, se puede convivir con alguien solo por amor (al menos por un cierto tiempo), pero a la hora de formar una familia legalmente constituida, la decisión debería ser eminentemente racional, considerando muy seriamente todas las circunstancias materiales; es decir, los matrimonios ideales serían por conveniencia (no de los padres, sino de la pareja implicada, claro). Me atrevería a definir el “matrimonio por amor” como un oxímoron, una definición contradictoria en sus propios términos, pues el matrimonio se ideó por cuestiones de garantías económicas y derechos, algo muy alejado del idiotizante amor romático por el que algunos creen que deberían contraer matrimonio.

Opción: no casarse enamorado, porque, por alguna extraña razón, una vez casado la decisión de tener hijos se toma más a la ligera. Dejar que pase un tiempo para que vuelva a aflorar el sentido común y se disipe el estado de estupidez transitoria que define el enamoramiento.

Empleo (y, por tanto salario)
Esta elección es tan complicada, si no más, que la del matrimonio, aunque en este caso no hay un enamoramiento estupidizante, sí se produce un auto-engaño considerable. La vocación profesional es algo bastante raro, por tanto, más vale ser muy pragmático, pero tampoco dejarse seducir por un salario un poco más alto que otros.

Opción: formación a largo plazo, amplia, en varios temas complementarios, que se vayan descubriendo como relevantes personalmente, fuente de satisfacción, etc. Huir de la especialización en la medida de lo posible, para poder elegir sobre la marcha, distintas ocupaciones, o una profesión aún no existente, relativamente indefinida.

Opción: visión de largo plazo, para transitar del empleo al auto-empleo, y de éste al negocio.


Consumo y gastos fijos
Existe un desfase temporal entre la instantánea decisión (de compra o la que sea) y los efectos mucho mas duraderos, por años o para siempre, de haber tomado tal decisión (elegir cierta profesión o tener hijos, por ejemplo). El carácter fuertemente emocional del consumo, y de todas las decisiones, en general, determina que no se tengan en cuenta los efectos a largo plazo de consumir de un modo u otro. Esto explica el éxito de la comida basura entre los más jóvenes, que no parecen ser conscientes ni prever los efectos sobre la salud de sus aún robustas constituciones. También del consumo de tabaco o alcohol, y de la compra a plazos de un automóvil o de una vivienda. Es muy fácil entrar en el consumo regular de ciertos productos o servicios, pero mucho más difícil salir de ellos.

Opción: evitar el uso de tarjetas de crédito, o de solicitar préstamos de cualquier tipo, es una de las premisas de la libertad financiera, que es el principio de otros tipos de libertad aún más importantes.

Opción: simplificar el estilo de vida, volverse voluntariamente austero; escoger el ser frente al tener.

Opción: renunciar al automóvil privado, sustituyéndolo por una combinación de transporte público, bicicleta y uso ocasional de car sharing (carro compartido).


Decisiones puramente personales
Ciertas decisiones tienen efectos muy a largo plazo, y por tanto hacer esfuerzos o sacrificios en pos de su logro supone aplazar la recompensa mucho más de lo asumible para muchos. El truco está en ir desglosando las recompensas, porque siempre hay resultados a corto plazo. Por ejemplo, el cuidado de la dieta y el ejercicio regular, aunque producen efectos espectaculares a largo plazo, también producen efectos a corto plazo que deben resaltarse. Por ejemplo; Dejar de fumar supone ya desde los pocos días cambios físicos considerables, aunque sea a largo plazo cuando más se noten los efectos; Comer más saludablemente (sobre todo si se elimina la carne) produce efectos desde el primer día: incremento de la energía, mejores digestiones y sueño, etc.; aunque a largo plazo produce efectos aún mayores, como una constitución física más ágil y flexible, mejora del funcionamiento de órganos internos, fortalecimiento del sistema inmune, aspecto más saludable de la piel, visión, mejora de la capacidad de procesar información y de la intuición, etc.

Consejo: sopesar racionalmente los hábitos más arraigados para averiguar si podrían aplicarse cambios positivos.

Consejos: leer más, y sobre todo libros de no ficción, ver menos tv, controlar el tiempo dedicado a las redes sociales, incorporar el ejercicio a las rutinas diarias (subir escaleras, ir andando parte de los desplazamientos, experimentar con desplazamientos en bicicleta).

Consejo: experimentar con pequeños cambios en la dieta y los hábitos alimenticios (café, azúcar, carne, grasas animales, etc.)

Consejo: desarrollar hábitos intelectuales perdurables, como el pensamiento crítico y creativo

Como decía el filósofo “Yo soy soy y mis circunstancias”, de las que forman parte también el contexto psico-biológico, es decir, cosas como la raza y el sexo. Sobre este tema (como sobre los padres) parece que hay pocas opciones, ... o no las había hasta hace muy poco, pues, en cuanto a la raza, hoy algunos se someten a cirugías para blanquear la piel o reducir los ojos rasgados propios de los asiáticos, mientras otros quieren oscurecer la piel mediante lámparas UVA o se realizan implantes en los labios o en las nalgas. En cuanto al sexo, potenciar las cualidades sexuales (desde los implantes mamarios de silicona a los alargamientos de pene o las inyecciones de testosterona para aumentar la virilidad, o también el culturismo, para lograr un físico más musculado) hemos llegado hasta la cirugía transgénero, asunto delicado donde los haya. Sobre estos asuntos no puedo -ni querría- aportar algún consejo, y sería muy pretencioso si lo intentara.


En cualquier caso, la lista de decisiones y opciones no acabaría aquí, y aunque sobre algunos asuntos podemos hacer poco para mejorar nuestras circunstancias, sobre otros muchos solo hay que echarle imaginación para ir descubriendo opciones alternativas. Puede que no seamos libres del todo, pero tampoco podemos comparar nuestra situación con los esclavos más desfavorecidos, como los últimos que hubo en la civilización occidental hasta bien entrado el siglo XIX, que eran atados con grilletes y motivados a trabajar duro -y obedecer sin rechistar- mediante el látigo. *
Hoy día, quizá tantas comodidades nos estén volviendo algo blandos, a la vez que vemos el futuro con menos confianza que la generación anterior, por lo que se crea un clima de pesimismo y apatía, enfocados en problemas a menudo realmente poco consistentes, a veces más imaginarios que reales, anticipando lo peor, considerado ya inevitable. Lo cual podría perfectamente ser otra táctica más para desarmarnos, para que no busquemos opciones por nuestra cuenta. Sin embargo, sabemos que sí las hay, por lo que debemos intentar volver a ver el vaso medio lleno; hay mucho por hacer, y la recompensa será digna del esfuerzo.

* Los países autodenominados libres y los de gobierno autoritario quizá se diferencien sobre todo en cuanto a las tácticas de control (toda una gama entre la vigilancia y control asfixiante del 1984 orweliano hasta el sutil control científico del Mundo Feliz huxleiano). La verdadera evolución desde las sociedades esclavistas (como la griega, que ideó la democracia, o la romana, que ideó el “pan y circo” con los que nos seguimos alimentando) a las “libres”, fue un cambio en las tácticas de coerción para hacer productiva a las masas, es decir, obligarlas a trabajar para otros (palabra, trabajo, que viene de tripalium, que era un instrumento de tortura). Las condiciones de vida del esclavo griego o romano distaba mucho de la del esclavo de las colonias europeas del siglo XVIII y principios del siglo XIX, éstos últimos más comparables a los trabajadores de los inicios de la revolución industrial, o de los de ciertos países “en vías de desarrollo” de nuestros días.

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